martes, 19 de enero de 2016

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA JORNADA MUNDIAL DEL EMIGRANTE Y DEL REFUGIADO

«Emigrantes y refugiados nos interpelan. La respuesta del
Evangelio de la misericordia»

[17 de enero de 2016]
(fuente: www.vatican.va)


Queridos hermanos y hermanas

En la bula de convocación al Jubileo Extraordinario de la Misericordia recordé que «hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a la mirada fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre» (Misericordiae vultus, 3). En efecto, el amor de Dios tiende alcanzar a todos y a cada uno, transformando a aquellos que acojan el abrazo del Padre entre otros brazos que se abren y se estrechan para que quien sea sepa que es amado como hijo y se sienta «en casa» en la única familia humana. De este modo, la premura paterna de Dios es solícita para con todos, como lo hace el pastor con su rebaño, y es particularmente sensible a las necesidades de la oveja herida, cansada o enferma. Jesucristo nos habló así del Padre, para decirnos que él se inclina sobre el hombre llagado por la miseria física o moral y, cuanto más se agravan sus condiciones, tanto más se manifiesta la eficacia de la misericordia divina.

En nuestra época, los flujos migratorios están en continuo aumento en todas las áreas del planeta: refugiados y personas que escapan de su propia patria interpelan a cada uno y a las colectividades, desafiando el modo tradicional de vivir y, a veces, trastornando el horizonte cultural y social con el cual se confrontan. Cada vez con mayor frecuencia, las víctimas de la violencia y de la pobreza, abandonando sus tierras de origen, sufren el ultraje de los traficantes de personas humanas en el viaje hacia el sueño de un futuro mejor. Si después sobreviven a los abusos y a las adversidades, deben hacer cuentas con realidades donde se anidan sospechas y temores. Además, no es raro que se encuentren con falta de normas claras y que se puedan poner en práctica, que regulen la acogida y prevean vías de integración a corto y largo plazo, con atención a los derechos y a los deberes de todos. Más que en tiempos pasados, hoy el Evangelio de la misericordia interpela las conciencias, impide que se habitúen al sufrimiento del otro e indica caminos de respuesta que se fundan en las virtudes teologales de la fe, de la esperanza y de la caridad, desplegándose en las obras de misericordia espirituales y corporales.

Sobre la base de esta constatación, he querido que la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado de 2016 sea dedicada al tema: «Emigrantes y refugiados nos interpelan. La respuesta del Evangelio de la misericordia». Los flujos migratorios son una realidad estructural y la primera cuestión que se impone es la superación de la fase de emergencia para dar espacio a programas que consideren las causas de las migraciones, de los cambios que se producen y de las consecuencias que imprimen rostros nuevos a las sociedades y a los pueblos. Todos los días, sin embargo, las historias dramáticas de millones de hombres y mujeres interpelan a la Comunidad internacional, ante la aparición de inaceptables crisis humanitarias en muchas zonas del mundo. La indiferencia y el silencio abren el camino a la complicidad cuanto vemos como espectadores a los muertos por sofocamiento, penurias, violencias y naufragios. Sea de grandes o pequeñas dimensiones, siempre son tragedias cuando se pierde aunque sea sólo una vida.

Los emigrantes son nuestros hermanos y hermanas que buscan una vida mejor lejos de la pobreza, del hambre, de la explotación y de la injusta distribución de los recursos del planeta, que deberían ser divididos ecuamente entre todos. ¿No es tal vez el deseo de cada uno de ellos el de mejorar las propias condiciones de vida y el de obtener un honesto y legítimo bienestar para compartir con las personas que aman?

En este momento de la historia de la humanidad, fuertemente marcado por las migraciones, la identidad no es una cuestión de importancia secundaria. Quien emigra, de hecho, es obligado a modificar algunos aspectos que definen a la propia persona e, incluso en contra de su voluntad, obliga al cambio también a quien lo acoge. ¿Cómo vivir estos cambios de manera que no se conviertan en obstáculos para el auténtico desarrollo, sino que sean oportunidades para un auténtico crecimiento humano, social y espiritual, respetando y promoviendo los valores que hacen al hombre cada vez más hombre en la justa relación con Dios, con los otros y con la creación?

En efecto, la presencia de los emigrantes y de los refugiados interpela seriamente a las diversas sociedades que los acogen. Estas deben afrontar los nuevos hechos, que pueden verse como imprevistos si no son adecuadamente motivados, administrados y regulados. ¿Cómo hacer de modo que la integración sea una experiencia enriquecedora para ambos, que abra caminos positivos a las comunidades y prevenga el riesgo de la discriminación, del racismo, del nacionalismo extremo o de la xenofobia?

La revelación bíblica anima a la acogida del extranjero, motivándola con la certeza de que haciendo eso se abren las puertas a Dios, y en el rostro del otro se manifiestan los rasgos de Jesucristo. Muchas instituciones, asociaciones, movimientos, grupos comprometidos, organismos diocesanos, nacionales e internacionales viven el asombro y la alegría de la fiesta del encuentro, del intercambio y de la solidaridad. Ellos han reconocido la voz de Jesucristo: «Mira, que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20). Y, sin embargo, no cesan de multiplicarse los debates sobre las condiciones y los límites que se han de poner a la acogida, no sólo en las políticas de los Estados, sino también en algunas comunidades parroquiales que ven amenazada la tranquilidad tradicional.
Ante estas cuestiones, ¿cómo puede actuar la Iglesia si no inspirándose en el ejemplo y en las palabras de Jesucristo? La respuesta del Evangelio es la misericordia.

En primer lugar, ésta es don de Dios Padre revelado en el Hijo: la misericordia recibida de Dios, en efecto, suscita sentimientos de alegre gratitud por la esperanza que nos ha abierto al misterio de la redención en la sangre de Cristo. Alimenta y robustece, además, la solidaridad hacia el prójimo como exigencia de respuesta al amor gratuito de Dios, «que fue derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo» (Rm 5,5). Así mismo, cada uno de nosotros es responsable de su prójimo: somos custodios de nuestros hermanos y hermanas, donde quiera que vivan. El cuidar las buenas relaciones personales y la capacidad de superar prejuicios y miedos son ingredientes esenciales para cultivar la cultura del encuentro, donde se está dispuesto no sólo a dar, sino también a recibir de los otros. La hospitalidad, de hecho, vive del dar y del recibir.

En esta perspectiva, es importante mirar a los emigrantes no solamente en función de su condición de regularidad o de irregularidad, sino sobre todo como personas que, tuteladas en su dignidad, pueden contribuir al bienestar y al progreso de todos, de modo particular cuando asumen responsablemente los deberes en relación con quien los acoge, respetando con reconocimiento el patrimonio material y espiritual del país que los hospeda, obedeciendo sus leyes y contribuyendo a sus costes. A pesar de todo, no se pueden reducir las migraciones a su dimensión política y normativa, a las implicaciones económicas y a la mera presencia de culturas diferentes en el mismo territorio. Estos aspectos son complementarios a la defensa y a la promoción de la persona humana, a la cultura del encuentro entre pueblos y de la unidad, donde el Evangelio de la misericordia inspira y anima itinerarios que renuevan y transforman a toda la humanidad.

La Iglesia apoya a todos los que se esfuerzan por defender los derechos de todos a vivir con dignidad, sobre todo ejerciendo el derecho a no tener que emigrar para contribuir al desarrollo del país de origen. Este proceso debería incluir, en su primer nivel, la necesidad de ayudar a los países del cual salen los emigrantes y los prófugos. Así se confirma que la solidaridad, la cooperación, la interdependencia internacional y la ecua distribución de los bienes de la tierra son elementos fundamentales para actuar en profundidad y de manera incisiva sobre todo en las áreas de donde parten los flujos migratorios, de tal manera que cesen las necesidades que inducen a las personas, de forma individual o colectiva, a abandonar el propio ambiente natural y cultural. En todo caso, es necesario evitar, posiblemente ya en su origen, la huida de los prófugos y los éxodos provocados por la pobreza, por la violencia y por la persecución.

Sobre esto es indispensable que la opinión pública sea informada de forma correcta, incluso para prevenir miedos injustificados y especulaciones a costa de los migrantes.

Nadie puede fingir de no sentirse interpelado por las nuevas formas de esclavitud gestionada por organizaciones criminales que venden y compran a hombres, mujeres y niños como trabajadores en la construcción, en la agricultura, en la pesca y en otros ámbitos del mercado. Cuántos menores son aún hoy obligados a alistarse en las milicias que los transforman en niños soldados. Cuántas personas son víctimas del tráfico de órganos, de la mendicidad forzada y de la explotación sexual. Los prófugos de nuestro tiempo escapan de estos crímenes aberrantes, que interpelan a la Iglesia y a la comunidad humana, de manera que ellos puedan ver en las manos abiertas de quien los acoge el rostro del Señor «Padre misericordioso y Dios te toda consolación» (2 Co1,3).

Queridos hermanos y hermanas emigrantes y refugiados. En la raíz del Evangelio de la misericordia el encuentro y la acogida del otro se entrecruzan con el encuentro y la acogida de Dios: Acoger al otro es acoger a Dios en persona. No se dejen robar la esperanza y la alegría de vivir que brotan de la experiencia de la misericordia de Dios, que se manifiesta en las personas que encuentran a lo largo de su camino. Los encomiendo a la Virgen María, Madre de los emigrantes y de los refugiados, y a san José, que vivieron la amargura de la emigración a Egipto. Encomiendo también a su intercesión a quienes dedican energía, tiempo y recursos al cuidado, tanto pastoral como social, de las migraciones. Sobre todo, les imparto de corazón la Bendición Apostólica.

Vaticano, 12 de septiembre de 2015, memoria del Santo Nombre de María
Francisco


lunes, 18 de enero de 2016

EL VIAJE DEL PAPA A MÉXICO: LOS OBISPOS PRECISAN

Presentan los recorridos del Pontífice. Muy significativo será el
encuentro con los jóvenes, en un país donde el 50 por ciento de la población tiene menos de 28 años.

La Conferencia Episcopal de México ha publicado anoche un comunicado en su web, precisando los preparativos en el país azteca con motivo del viaje apostólico que Papa Francisco realizará del 12 al 17 de febrero próximo.

Poco después  en una rueda de prensa, el coordinador general de la visita pontificia, Roberto Delgado, indicó que  Santo Padre recorrerá durante su estadía en México casi 400 kilómetros en el papamóvil o en el vehículo cerrado y que será el mismo Pontífice quien tomará la decisión final. También presentaron los mapas con los itinerarios. La ciudad en donde más transitará el Papa es en el Distrito Federal, recorriendo unos 222 kilómetros.

A continuación el texto de los obispos:

Con el lema “Misionero de misericordia y paz” el Papa Francisco visitará México del 12 al 17 de febrero para testimoniar a Jesucristo, rostro de la misericordia de Dios, confirmar a los católicos en la fe, la esperanza y el amor, y para compartir a los hombres y mujeres de buena voluntad aquellos valores que hacen posible edificar una vida, una familia y una sociedad en donde todos podamos alcanzar un desarrollo integral y una vida en paz.

Los preparativos se intensifican para recibir al Santo Padre y a quienes participarán en las vallas y eventos que presidirá en las diócesis de México, Ecatepec, San Cristóbal de Las Casas, Tuxtla Gutiérrez, Morelia y Ciudad Juárez.

Para afinar detalles, esta semana acudieron a las sedes anfitrionas Mons. Guido Marini, Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias; el Dr. Domenico Giani, Inspector General de la Gendarmería de la Santa Sede y algunos oficiales; así como el Dr. Mateo Bruni, de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, quienes estuvieron acompañados por el equipo de Coordinación General del Viaje Apostólico.

En las reuniones de trabajo, en las que participaron diversas autoridades, se destacó la importancia de la juventud mexicana para apoyar voluntariamente en la organización de las vallas y los eventos. La inscripción para ello puede hacerse en el sitio oficial de la Visita: www.papafranciscoenmexico.org.

El apoyo de la juventud es factible ya que, según la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica 2014, 50% de la población en México tiene 27 años de edad o menos, y el 83% de los jóvenes entre 12 y 29 años se declaran católicos (cf. Encuesta Nacional de la Juventud 2010).

Por eso, un momento muy significativo de la Visita será el encuentro del Papa con la juventud mexicana el 16 de febrero a las cuatro de la tarde en el Estadio José María Morelos y Pavón de Morelia, en el que también podrán participar jóvenes que no son cercanos a la Iglesia o no forman parte de ella, teniendo en cuenta lo que ha dicho el Papa: “Jóvenes aunque piensen diferente, aunque tengan su punto de vista diferente, quiero que vayan acompañados, juntos, buscando la esperanza, buscando el futuro y la nobleza de la patria”.

Entre los avances que se han registrado en los últimos días está el diseño de los boletos para las misas y eventos, los cuales tendrán, además de la leyenda “GRATUITO”, algunos candados de seguridad e indicaciones respecto de los accesos, horarios de ingreso y lo que no está permitido portar.

Ha comenzado el proceso de su impresión y serán entregados a finales de enero a los obispos de las 93 diócesis México para que cada uno los distribuya en su respectiva diócesis de la manera que considere oportuna, procurando incluir también a quienes no participan en la Iglesia.

Para la asignación de los boletos a las 93 diócesis de México, las diócesis anfitrionas han tenido en cuenta, además de las solicitudes que les han sido enviadas, el número de habitantes de cada una de ellas, el número de católicos, de consagrados, religiosas, seminaristas, diáconos y sacerdotes, así como la proximidad geográfica respecto al lugar de la Misa o del evento. Es importante reiterar que los boletos son absolutamente gratuitos.
(fuente: Zenit)

CAMINAN HASTA 4 HORAS PARA IR A MISA, A PESAR DEL HAMBRE Y LA SED...

El país africano afronta una nueva crisis humanitaria por culpa de la sequía
Etiopía, uno de los países más pobres del mundo, es también uno de los mayores beneficiarios de las ayudas concedidas por la fundación pontificia Ayuda a la Iglesia Necesitada (AIN) que, en 2014, puso a disposición de la Iglesia local más de 1,2 millones de euros. Este año, la contribución de la fundación debería mantener las 13 diócesis de este país afectado por la hambruna, en la que más de 10 millones de etíopes se enfrentan a la muerte a causa de la sequía extrema que devasta a un territorio ya de por sí bastante sufrido.

El padre Haile Gabriel Meleku, vicesecretario general de la Conferencia Episcopal de Etiopía, alerta sobre las consecuencias de una sequía que causa estragos en el país: “La situación se agrava cada día de forma dramática. Las cifras no paran de aumentar. En este momento son ya 2 millones más de personas que llevan un mes en peligro de muerte, y esta cifra podría revisarse al alza”. Incluso los camellos están muriendo de sed.

La grave sequía que golpea al país provoca desplazamientos de la población que afectan a la asistencia escolar infantil y que pueden desencadenar conflictos locales. El nivel de gravedad varía según la zona del país, pero es Etiopía por completo quien sufre las consecuencias de la situación.
Debido a la desnutrición, indica el padre Haile, “muchos fieles ni siquiera tienen la fuerza suficiente para caminar tres o cuatro horas hasta la iglesia más cercana”. Sí, lo has leído bien. Hay fieles que para asistir a misa caminan cuatro horas bajo un sol abrasador, en un país con hambre y sed, uno de los más pobres del planeta…
(fuente Aleteia)

PAPA FRANCISCO CONVOCA A LOS JÓVENES: "OS ESPERO EL PRÓXIMO MES DE ABRIL"

10 claves del Jubileo juvenil: "Crecer misericordioso significa aprender a ser valiente en el amor concreto y desinteresado"

El papa Francisco invitó a las chicas y chicos del mundo a participar como “protagonistas” en el Jubileo de la Misericordia, un tiempo “de gracia, de paz, de conversión y de alegría”.
El Pontífice instó a los jóvenes que se asoman a la madurez a atravesar la Puerta Santa que ya está abierta en Roma y en todas las diócesis del mundo.
Justamente, el Año Santo que involucra a los chicos de 13 a 16 años será celebrado del 23 al 25 de abril bajo el titulo:Crecer misericordiosos como el Padre.
Un tiempo especial para la Iglesia que atañe a “grandes y pequeños, cercanos y lejanos”, constató.
“No hay fronteras ni distancias que puedan impedir a la misericordia del Padre llegar a nosotros y hacerse presente entre nosotros”, se lee en el mensaje publicado este jueves 14 de enero.
El Papa hace un llamado directo y tierno a abrir el corazón y la mente de los jóvenes: “Quisiera llamaros uno a uno, quisiera llamaros por vuestro nombre, como hace Jesús todos los días, porque sabéis bien que vuestros nombres están escritos en el cielo (Lc 10,20)”.
A continuación 10 claves del mensaje del papa Francisco firmado por su puño y letra en el Vaticano el 6 de enero de 2016, en la fiesta de la Epifanía:
1. Un Año para buscar la santidad
En primer lugar, explica que el “Jubileo es todo un año en el que cada momento es llamado santo, para que toda nuestra existencia sea santa”. Y ello “para descubrir que vivir como hermanos es una gran fiesta, la más hermosa que podamos soñar, la celebración sin fin que Jesús nos ha enseñado a cantar a través de su Espíritu”.
2. Una fiesta para todos y en todos los lugares 
“El Jubileo es la fiesta a la que Jesús invita a todos, sin distinciones ni excepciones. Por eso he querido vivir también con vosotros algunas jornadas de oración y de fiesta. Por tanto, os espero el próximo mes de abril”, dijo.
El Papa realizará en abril una misa jubilar en la Basílica vaticana para los jóvenes, pero además informa que es una fiesta para todos y en todos los lugares o diócesis del mundo, no solo en Roma.
3. Valientes en el amor concreto
Sucesivamente les llama a ser valientes. “Crecer misericordioso significa aprender a ser valiente en el amor concreto y desinteresado, comporta hacerse mayores tanto física como interiormente”, expuso.
“Os estáis preparando para ser cristianos capaces de tomar decisiones y gestos valientes, capaces de construir todos los días, incluso en las pequeñas cosas, un mundo de paz”, agregó.
4. Mantenerse en el camino de la fe
En su carta a los chicos y chicas les insta a seguir fieles en la fe. “Vuestra edad es una etapa de cambios increíbles, en la que todo parece posible e imposible al mismo tiempo. Os reitero con insistencia: Permaneced estables en el camino de la fe con una firme esperanza en el Señor. Aquí está el secreto de nuestro camino”, apuntó
5. Caminar contra corriente hace bien al corazón
En un lenguaje directo pide de “caminar contra corriente”. Y sostiene que Jesús quiere esto porque “hace bien al corazón”, pero “hay que ser valientes para ir contra corriente y él nos da esta fuerza […] Con él podemos hacer cosas grandes y sentiremos el gozo de ser sus discípulos, sus testigos”.
6. Perseguir grandes ideales
“Apostad por los grandes ideales, por las cosas grandes. Los cristianos no hemos sido elegidos por el Señor para pequeñeces. Hemos de ir siempre más allá, hacia las cosas grandes. Jóvenes, poned en juego vuestra vida por grandes ideales”, sostuvo.
7. En medio a la guerra no pierdan la esperanza
En su mensaje se dirige también a los chicos y chicas que viven en situaciones de “guerra, de pobreza extrema, de penurias cotidianas, de abandono”, y les invita a no perder la esperanza: “el Señor tiene un gran sueño que quiere hacer realidad con ustedes”.
8. Compasión y no creer al odio
De igual manera les invita a la compasión y a no creer “a las palabras de odio y terror que se repiten” y les invita a “construir nuevas amistades”. “Ofreced vuestro tiempo, preocupaos siempre de quienes os piden ayuda. Sed valientes e id contracorriente, sed amigos de Jesús, que es el Príncipe de la Paz (cf. Is 9,6).
9. El Jubileo se vive en tu casa, parroquia y comunidad, busca la Puerta
“Ya sé que no todos podréis venir a Roma, pero el Jubileo es verdaderamente para todos y se celebrará también en vuestras Iglesias locales. Todos estáis invitados a este momento de alegría. No preparéis sólo mochilas y pancartas, preparad especialmente vuestro corazón y vuestra mente”, constató.
10. Meditar deseos para presentar a Jesús en los sacramentos
“Meditad bien los deseos que presentaréis a Jesús en el sacramento de la Reconciliación y de la Eucaristía que celebraremos juntos. Cuando atraveséis la Puerta Santa, recordad que os comprometéis a hacer santa vuestra vida, a alimentaros del Evangelio y la Eucaristía, que son la Palabra y el Pan de la vida, para poder construir un mundo más justo y fraterno”, instó.
Por último, el Papa reza para que los chicos y chicas sigan los pasos hasta la Puerta Santa. “Rezo por vosotros al Espíritu Santo para que os guíe e ilumine”, concluyó.
(fuente: Aleteia)

viernes, 1 de enero de 2016

EL PAPA FRANCISCO ABRE LA PUERTA DE LA MISERICORDIA EN SANTA MARIA LA MAYOR

"...ESTA PUERTA SANTA ES UNA PUERTA DE LA MISERICORDIA PORQUE QUIEN ATRAVIESA ESE UMBRAL ESTA LLAMADO A SUMERGIRSE EN EL AMOR MISERICORDIOSO DEL PADRE..."

(RV).- En el primer día del año 2016, el Papa Francisco invocó a la Virgen María, Madre de la Misericordia, después de abrir la Puerta Santa en la Basílica vaticana de Santa María La Mayor.
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En su homilía, Francisco resaltó que esta Puerta Santa es “una puerta de la Misericordia” porque “quien atraviesa ese umbral está llamado a sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena confianza y sin miedo alguno; y puede recomenzar desde esta Basílica con la certeza de que tendrá a su lado la compañía de María”.

La Madre del Hijo de Dios -explicó el Papa- se hace “peregrina con nosotros para no dejarnos nunca solos en el camino de nuestra vida, sobre todo en los momentos de incertidumbre y de dolor”.

Además, el Obispo de Roma destacó que María es Madre de Dios que perdona, “que da el perdón, y por eso podemos decir que es Madre del perdón”. La palabra «perdón» que es “poco comprendida por la mentalidad mundana, indica sin embargo el fruto propio y original de la fe cristiana. El que no sabe perdonar no ha conocido todavía la plenitud del amor. Y sólo quien ama de verdad es capaz de llegar a perdonar, olvidando la ofensa recibida”.

Por este motivo, -agregó el Pontífice- “para nosotros, María se convierte en un icono de cómo la Iglesia debe extender el perdón a cuantos lo piden. La Madre del perdón enseña a la Iglesia que el perdón ofrecido en el Gólgota no conoce límites. No lo puede detener la ley con sus argucias, ni los saberes de este mundo con sus disquisiciones. El perdón de la Iglesia debe tener la misma amplitud que el de Jesús en la Cruz, y el de María a sus pies. No hay alternativa”.

“La esperanza, la gracia y la santa alegría son hermanas: todas son don de Cristo, es más, son otros nombres suyos, escritos, por así decir, en su carne. El regalo que María nos hace al darnos a Jesucristo es el del perdón que renueva la vida, que le permite cumplir de nuevo la voluntad de Dios, y que la llena de auténtica felicidad. Esta gracia abre el corazón para mirar el futuro con la alegría de quien espera”.

Asimismo, el Papa subrayó que “la fuerza del perdón es el auténtico antídoto contra la tristeza provocada por el rencor y por la venganza. El perdón nos abre a la alegría y a la serenidad porque libera el alma de los pensamientos de muerte, mientras el rencor y la venganza perturban la mente y desgarran el corazón quitándole el reposo y la paz”. 

Al finalizar, el Obispo de Roma invitó a atravesar esta Puerta Santa de la Misericordia “con la certeza de que la Virgen Madre nos acompaña, la Santa Madre de Dios, que intercede por nosotros” y concluyó: “dejémonos acompañar por ella para redescubrir la belleza del encuentro con su Hijo Jesús. Abramos de par en par nuestro corazón a la alegría del perdón, conscientes de ver restituida la esperanza cierta, para hacer de nuestra existencia cotidiana un humilde instrumento del amor de Dios”.

(Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).

Texto completo de la homilía del Papa Francisco:

Salve, Mater misericordiae!

Con este saludo nos dirigimos a la Virgen María en la Basílica romana dedicada a ella con el título de Madre de Dios. Es el comienzo de un antiguo himno, que cantaremos al final de esta santa Eucaristía, de autor desconocido y que ha llegado hasta nosotros como una oración que brota espontáneamente del corazón de los creyentes: «Dios te salve, Madre de misericordia, Madre de Dios y Madre del perdón, Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». En estas pocas palabras se sintetiza la fe de generaciones de personas que, con sus ojos fijos en el icono de la Virgen, piden su intercesión y su consuelo.

Hoy más que nunca resulta muy apropiado que invoquemos a la Virgen María, sobre todo como Madre de la Misericordia. La Puerta Santa que hemos abierto es de hecho una puerta de la Misericordia. Quien atraviesa ese umbral está llamado a sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena confianza y sin miedo alguno; y puede recomenzar desde esta Basílica con la certeza de que tendrá a su lado la compañía de María. Ella es Madre de la misericordia, porque ha engendrado en su seno el Rostro mismo de la misericordia divina, Jesús, el Emmanuel, el Esperado de todos los pueblos, el «Príncipe de la Paz» (Is 9,5). El Hijo de Dios, que se hizo carne para nuestra salvación, nos ha dado a su Madre, que se hace peregrina con nosotros para no dejarnos nunca solos en el camino de nuestra vida, sobre todo en los momentos de incertidumbre y de dolor.

María es Madre de Dios que perdona, que da el perdón, y por eso podemos decir que es Madre del perdón. Esta palabra –«perdón»– tan poco comprendida por la mentalidad mundana, indica sin embargo el fruto propio y original de la fe cristiana. El que no sabe perdonar no ha conocido todavía la plenitud del amor. Y sólo quien ama de verdad es capaz de llegar a perdonar, olvidando la ofensa recibida. A los pies de la cruz, María vio a su Hijo ofrecerse totalmente a sí mismo y así dar testimonio de lo que significa amar como Dios ama. En aquel momento escuchó a Jesús pronunciar palabras que probablemente nacían de lo que ella misma le había enseñado desde niño: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). En aquel momento, María se convirtió para todos nosotros en Madre del perdón. Ella misma, siguiendo el ejemplo de Jesús y con su gracia, fue capaz de perdonar a los que estaban matando a su Hijo inocente.

Para nosotros, María se convierte en un icono de cómo la Iglesia debe extender el perdón a cuantos lo piden. La Madre del perdón enseña a la Iglesia que el perdón ofrecido en el Gólgota no conoce límites. No lo puede detener la ley con sus argucias, ni los saberes de este mundo con sus disquisiciones. El perdón de la Iglesia debe tener la misma amplitud que el de Jesús en la Cruz, y el de María a sus pies. No hay alternativa. Y por eso el Espíritu Santo ha hecho que los Apóstoles sean instrumentos eficaces de perdón, para que todo lo que nos ha conseguido la muerte de Jesús pueda llegar a todos los hombres, en cualquier momento y lugar (cf. Jn 20,19-23).

El himno mariano, por último, continúa diciendo: «Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». La esperanza, la gracia y la santa alegría son hermanas: todas son don de Cristo, es más, son otros nombres suyos, escritos, por así decir, en su carne. El regalo que María nos hace al darnos a Jesucristo es el del perdón que renueva la vida, que le permite cumplir de nuevo la voluntad de Dios, y que la llena de auténtica felicidad. Esta gracia abre el corazón para mirar el futuro con la alegría de quien espera. Es la enseñanza que proviene del Salmo: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. […]Devuélveme la alegría de tu salvación» (51, 12.14). La fuerza del perdón es el auténtico antídoto contra la tristeza provocada por el rencor y por la venganza. El perdón nos abre a la alegría y a la serenidad porque libera el alma de los pensamientos de muerte, mientras el rencor y la venganza perturban la mente y desgarran el corazón quitándole el reposo y la paz. 

Atravesemos, por tanto, la Puerta Santa de la Misericordia con la certeza de que la Virgen Madre nos acompaña, la Santa Madre de Dios, que intercede por nosotros. Dejémonos acompañar por ella para redescubrir la belleza del encuentro con su Hijo Jesús. Abramos de par en par nuestro corazón a la alegría del perdón, conscientes de ver restituida la esperanza cierta, para hacer de nuestra existencia cotidiana un humilde instrumento del amor de Dios.

Y con amor de hijos aclamémosla con las mismas palabras pronunciadas por el pueblo de Éfeso, en tiempos del histórico Concilio: «Santa Madre de Dios». 

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA CELEBRACIÓN DE LA XLIX JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ 1 DE ENERO DE 2016

VENCE LA INDIFERENCIA Y CONQUISTA LA PAZ

1. Dios no es indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios no la abandona.
Al comienzo del nuevo año, quisiera acompañar con esta profunda convicción los mejores deseos de
abundantes bendiciones y de paz, en el signo de la esperanza, para el futuro de cada hombre y cada mujer, de cada familia, pueblo y nación del mundo, así como para los Jefes de Estado y de Gobierno y de los Responsables de las religiones. Por tanto, no perdamos la esperanza de que 2016 nos encuentre a todos firme y confiadamente comprometidos, en realizar la justicia y trabajar por la paz en los diversos ámbitos. Sí, la paz es don de Dios y obra de los hombres. La paz es don de Dios, pero confiado a todos los hombres y a todas las mujeres, llamados a llevarlo a la práctica.

Custodiar las razones de la esperanza

2. Las guerras y los atentados terroristas, con sus trágicas consecuencias, los secuestros de personas, las persecuciones por motivos étnicos o religiosos, las prevaricaciones, han marcado de hecho el año pasado, de principio a fin, multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo, hasta asumir las formas de la que podría llamar una «tercera guerra mundial en fases». Pero algunos acontecimientos de los años pasados y del año apenas concluido me invitan, en la perspectiva del nuevo año, a renovar la exhortación a no perder la esperanza en la capacidad del hombre de superar el mal, con la gracia de Dios, y a no caer en la resignación y en la indiferencia. Los acontecimientos a los que me refiero representan la capacidad de la humanidad de actuar con solidariedad, más allá de los intereses individualistas, de la apatía y de la indiferencia ante las situaciones críticas.

Quisiera recordar entre dichos acontecimientos el esfuerzo realizado para favorecer el encuentro de los líderes mundiales en el ámbito de la COP 21, con la finalidad de buscar nuevas vías para afrontar los cambios climáticos y proteger el bienestar de la Tierra, nuestra casa común. Esto nos remite a dos eventos precedentes de carácter global: La Conferencia Mundial de Addis Abeba para recoger fondos con el objetivo de un desarrollo sostenible del mundo, y la adopción por parte de las Naciones Unidas de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, con el objetivo de asegurar para ese año una existencia más digna para todos, sobre todo para las poblaciones pobres del planeta.

El año 2015 ha sido también especial para la Iglesia, al haberse celebrado el 50 aniversario de la publicación de dos documentos del Concilio Vaticano II que expresan de modo muy elocuente el sentido de solidaridad de la Iglesia con el mundo. El papa Juan XXIII, al inicio del Concilio, quiso abrir de par en par las ventanas de la Iglesia para que fuese más abierta la comunicación entre ella y el mundo. Los dos documentos, Nostra aetate y Gaudium et spes, son expresiones emblemáticas de la nueva relación de diálogo, solidaridad y acompañamiento que la Iglesia pretendía introducir en la humanidad. En la Declaración Nostra aetate, la Iglesia ha sido llamada a abrirse al diálogo con las expresiones religiosas no cristianas. En la Constitución pastoral Gaudium et spes, desde el momento que «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo»[1], la Iglesia deseaba instaurar un diálogo con la familia humana sobre los problemas del mundo, como signo de solidaridad y de respetuoso afecto[2].

En esta misma perspectiva, con el Jubileo de la Misericordia, deseo invitar a la Iglesia a rezar y trabajar para que todo cristiano pueda desarrollar un corazón humilde y compasivo, capaz de anunciar y testimoniar la misericordia, de «perdonar y de dar», de abrirse «a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea», sin caer «en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye»[3].

Hay muchas razones para creer en la capacidad de la humanidad que actúa conjuntamente en solidaridad, en el reconocimiento de la propia interconexión e interdependencia, preocupándose por los miembros más frágiles y la protección del bien común. Esta actitud de corresponsabilidad solidaria está en la raíz de la vocación fundamental a la fraternidad y a la vida común. La dignidad y las relaciones interpersonales nos constituyen como seres humanos, queridos por Dios a su imagen y semejanza. Como creaturas dotadas de inalienable dignidad, nosotros existimos en relación con nuestros hermanos y hermanas, ante los que tenemos una responsabilidad y con los cuales actuamos en solidariedad. Fuera de esta relación, seríamos menos humanos. Precisamente por eso, la indiferencia representa una amenaza para la familia humana. Cuando nos encaminamos por un nuevo año, deseo invitar a todos a reconocer este hecho, para vencer la indiferencia y conquistar la paz.

Algunas formas de indiferencia

3. Es cierto que la actitud del indiferente, de quien cierra el corazón para no tomar en consideración a los otros, de quien cierra los ojos para no ver aquello que lo circunda o se evade para no ser tocado por los problemas de los demás, caracteriza una tipología humana bastante difundida y presente en cada época de la historia. Pero en nuestros días, esta tipología ha superado decididamente el ámbito individual para asumir una dimensión global y producir el fenómeno de la «globalización de la indiferencia».

La primera forma de indiferencia en la sociedad humana es la indiferencia ante Dios, de la cual brota también la indiferencia ante el prójimo y ante lo creado. Esto es uno de los graves efectos de un falso humanismo y del materialismo práctico, combinados con un pensamiento relativista y nihilista. El hombre piensa ser el autor de sí mismo, de la propia vida y de la sociedad; se siente autosuficiente; busca no sólo reemplazar a Dios, sino prescindir completamente de él. Por consiguiente, cree que no debe nada a nadie, excepto a sí mismo, y pretende tener sólo derechos[4]. Contra esta autocomprensión errónea de la persona, Benedicto XVI recordaba que ni el hombre ni su desarrollo son capaces de darse su significado último por sí mismo[5]; y, precedentemente, Pablo VI había afirmado que «no hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre a lo Absoluto, en el reconocimiento de una vocación, que da la idea verdadera de la vida humana»[6].

La indiferencia ante el prójimo asume diferentes formas. Hay quien está bien informado, escucha la radio, lee los periódicos o ve programas de televisión, pero lo hace de manera frívola, casi por mera costumbre: estas personas conocen vagamente los dramas que afligen a la humanidad pero no se sienten comprometidas, no viven la compasión. Esta es la actitud de quien sabe, pero tiene la mirada, la mente y la acción dirigida hacia sí mismo. Desgraciadamente, debemos constatar que el aumento de las informaciones, propias de nuestro tiempo, no significa de por sí un aumento de atención a los problemas, si no va acompañado por una apertura de las conciencias en sentido solidario[7]. Más aún, esto puede comportar una cierta saturación que anestesia y, en cierta medida, relativiza la gravedad de los problemas. «Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una “educación” que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones—, cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes»[8].

La indiferencia se manifiesta en otros casos como falta de atención ante la realidad circunstante, especialmente la más lejana. Algunas personas prefieren no buscar, no informarse y viven su bienestar y su comodidad indiferentes al grito de dolor de la humanidad que sufre. Casi sin darnos cuenta, nos hemos convertido en incapaces de sentir compasión por los otros, por sus dramas; no nos interesa preocuparnos de ellos, como si aquello que les acontece fuera una responsabilidad que nos es ajena, que no nos compete[9]. «Cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien»[10].

Al vivir en una casa común, no podemos dejar de interrogarnos sobre su estado de salud, como he intentado hacer en la Laudato si’. La contaminación de las aguas y del aire, la explotación indiscriminada de los bosques, la destrucción del ambiente, son a menudo fruto de la indiferencia del hombre respecto a los demás, porque todo está relacionado. Como también el comportamiento del hombre con los animales influye sobre sus relaciones con los demás[11], por no hablar de quien se permite hacer en otra parte aquello que no osa hacer en su propia casa[12].

En estos y en otros casos, la indiferencia provoca sobre todo cerrazón y distanciamiento, y termina de este modo contribuyendo a la falta de paz con Dios, con el prójimo y con la creación.

La paz amenazada por la indiferencia globalizada
4. La indiferencia ante Dios supera la esfera íntima y espiritual de cada persona y alcanza a la esfera pública y social. Como afirmaba Benedicto XVI, «existe un vínculo íntimo entre la glorificación de Dios y la paz de los hombres sobre la tierra»[13]. En efecto, «sin una apertura a la trascendencia, el hombre cae fácilmente presa del relativismo, resultándole difícil actuar de acuerdo con la justicia y trabajar por la paz»[14]. El olvido y la negación de Dios, que llevan al hombre a no reconocer alguna norma por encima de sí y a tomar solamente a sí mismo como norma, han producido crueldad y violencia sin medida[15].

En el plano individual y comunitario, la indiferencia ante el prójimo, hija de la indiferencia ante Dios, asume el aspecto de inercia y despreocupación, que alimenta el persistir de situaciones de injusticia y grave desequilibrio social, los cuales, a su vez, pueden conducir a conflictos o, en todo caso, generar un clima de insatisfacción que corre el riesgo de terminar, antes o después, en violencia e inseguridad.

En este sentido la indiferencia, y la despreocupación que se deriva, constituyen una grave falta al deber que tiene cada persona de contribuir, en la medida de sus capacidades y del papel que desempeña en la sociedad, al bien común, de modo particular a la paz, que es uno de los bienes más preciosos de la humanidad[16].

Cuando afecta al plano institucional, la indiferencia respecto al otro, a su dignidad, a sus derechos fundamentales y a su libertad, unida a una cultura orientada a la ganancia y al hedonismo, favorece, y a veces justifica, actuaciones y políticas que terminan por constituir amenazas a la paz. Dicha actitud de indiferencia puede llegar también a justificar algunas políticas económicas deplorables,

premonitoras de injusticias, divisiones y violencias, con vistas a conseguir el bienestar propio o el de la nación. En efecto, no es raro que los proyectos económicos y políticos de los hombres tengan como objetivo conquistar o mantener el poder y la riqueza, incluso a costa de pisotear los derechos y las exigencias fundamentales de los otros. Cuando las poblaciones se ven privadas de sus derechos elementares, como el alimento, el agua, la asistencia sanitaria o el trabajo, se sienten tentadas a tomárselos por la fuerza[17].

Además, la indiferencia respecto al ambiente natural, favoreciendo la deforestación, la contaminación y las catástrofes naturales que desarraigan comunidades enteras de su ambiente de vida, forzándolas a la precariedad y a la inseguridad, crea nuevas pobrezas, nuevas situaciones de injusticia de consecuencias a menudo nefastas en términos de seguridad y de paz social. ¿Cuántas guerras ha habido y cuántas se combatirán aún a causa de la falta de recursos o para satisfacer a la insaciable demanda de recursos naturales?[18]

De la indiferencia a la misericordia: la conversión del corazón

5. Hace un año, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz «no más esclavos, sino hermanos», me referí al primer icono bíblico de la fraternidad humana, la de Caín y Abel (cf. Gn 4,1-16), y lo hice para llamar la atención sobre el modo en que fue traicionada esta primera fraternidad. Caín y Abel son hermanos. Provienen los dos del mismo vientre, son iguales en dignidad, y creados a imagen y semejanza de Dios; pero su fraternidad creacional se rompe. «Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia cometiendo el primer fratricidio»[19]. El fratricidio se convierte en paradigma de la traición, y el rechazo por parte de Caín a la fraternidad de Abel es la primera ruptura de las relaciones de hermandad, solidaridad y respeto mutuo.

Dios interviene entonces para llamar al hombre a la responsabilidad ante su semejante, como hizo con Adán y Eva, los primeros padres, cuando rompieron la comunión con el Creador. «El Señor dijo a Caín: “Dónde está Abel, tu hermano? Respondió Caín: “No sé; ¿soy yo el guardián de mi hermano?”. El Señor le replicó: ¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo”» (Gn 4,9-10).

Caín dice que no sabe lo que le ha sucedido a su hermano, dice que no es su guardián. No se siente responsable de su vida, de su suerte. No se siente implicado. Es indiferente ante su hermano, a pesar de que ambos estén unidos por el mismo origen. ¡Qué tristeza! ¡Qué drama fraterno, familiar, humano! Esta es la primera manifestación de la indiferencia entre hermanos. En cambio, Dios no es indiferente: la sangre de Abel tiene gran valor ante sus ojos y pide a Caín que rinda cuentas de ella. Por tanto, Dios se revela desde el inicio de la humanidad como Aquel que se interesa por la suerte del hombre. Cuando más tarde los hijos de Israel están bajo la esclavitud en Egipto, Dios interviene nuevamente. Dice a Moisés: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a liberarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). Es importante destacar los verbos que describen la intervención de Dios: Él ve, oye, conoce, baja, libera. Dios no es indiferente. Está atento y actúa.

Del mismo modo, Dios, en su Hijo Jesús, ha bajado entre los hombres, se ha encarnado y se ha mostrado solidario con la humanidad en todo, menos en el pecado. Jesús se identificaba con la humanidad: «el primogénito entre muchos hermanos» (Rm8,29). Él no se limitaba a enseñar a la muchedumbre, sino que se preocupaba de ella, especialmente cuando la veía hambrienta (cf. Mc 6,34-44) o desocupada (cf. Mt 20,3). Su mirada no estaba dirigida solamente a los hombres, sino también a los peces del mar, a las aves del cielo, a las plantas y a los árboles, pequeños y grandes: abrazaba a toda la creación. Ciertamente, él ve, pero no se limita a esto, puesto que toca a las personas, habla con ellas, actúa en su favor y hace el bien a quien se encuentra en necesidad. No sólo, sino que se deja conmover y llora (cf. Jn 11,33-44). Y actúa para poner fin al sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la muerte.

Jesús nos enseña a ser misericordiosos como el Padre (cf. Lc 6,36). En la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,29-37) denuncia la omisión de ayuda frente a la urgente necesidad de los semejantes: «lo vio y pasó de largo» (cf. Lc 6,31.32). De la misma manera, mediante este ejemplo, invita a sus oyentes, y en particular a sus discípulos, a que aprendan a detenerse ante los sufrimientos de este mundo para aliviarlos, ante las heridas de los demás para curarlas, con los medios que tengan, comenzando por el propio tiempo, a pesar de tantas ocupaciones. En efecto, la indiferencia busca a menudo pretextos: el cumplimiento de los preceptos rituales, la cantidad de cosas que hay que hacer, los antagonismos que nos alejan los unos de los otros, los prejuicios de todo tipo que nos impiden hacernos prójimo.

La misericordia es el corazón de Dios. Por ello debe ser también el corazón de todos los que se reconocen miembros de la única gran familia de sus hijos; un corazón que bate fuerte allí donde la dignidad humana —reflejo del rostro de Dios en sus creaturas— esté en juego. Jesús nos advierte: el amor a los demás —los extranjeros, los enfermos, los encarcelados, los que no tienen hogar, incluso los enemigos— es la medida con la que Dios juzgará nuestras acciones. De esto depende nuestro destino eterno. No es de extrañar que el apóstol Pablo invite a los cristianos de Roma a alegrarse con los que se alegran y a llorar con los que lloran (cf.Rm 12,15), o que aconseje a los de Corinto organizar colectas como signo de solidaridad con los miembros de la Iglesia que sufren (cf. 1 Co 16,2-3). Y san Juan escribe: «Si uno tiene bienes del mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17; cf. St 2,15-16).
Por eso «es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre. La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia»[20].

También nosotros estamos llamados a que el amor, la compasión, la misericordia y la solidaridad sean nuestro verdadero programa de vida, un estilo de comportamiento en nuestras relaciones de los unos con los otros[21]. Esto pide la conversión del corazón: que la gracia de Dios transforme nuestro corazón de piedra en un corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de abrirse a los otros con auténtica solidariedad. Esta es mucho más que un «sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas»[22]. La solidaridad «es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos»[23], porque la compasión surge de la fraternidad.

Así entendida, la solidaridad constituye la actitud moral y social que mejor responde a la toma de conciencia de las heridas de nuestro tiempo y de la innegable interdependencia que aumenta cada vez más, especialmente en un mundo globalizado, entre la vida de la persona y de su comunidad en un determinado lugar, así como la de los demás hombres y mujeres del resto del mundo[24].
Promover una cultura de solidaridad y misericordia para vencer la indiferencia
6. La solidaridad como virtud moral y actitud social, fruto de la conversión personal, exige el compromiso de todos aquellos que tienen responsabilidades educativas y formativas.
En primer lugar me dirijo a las familias, llamadas a una misión educativa primaria e imprescindible. Ellas constituyen el primer lugar en el que se viven y se transmiten los valores del amor y de la fraternidad, de la convivencia y del compartir, de la atención y del cuidado del otro. Ellas son también el ámbito privilegiado para la transmisión de la fe desde aquellos primeros simples gestos de devoción que las madres enseñan a los hijos[25].

Los educadores y los formadores que, en la escuela o en los diferentes centros de asociación infantil y juvenil, tienen la ardua tarea de educar a los niños y jóvenes, están llamados a tomar conciencia de que su responsabilidad tiene que ver con las dimensiones morales, espirituales y sociales de la persona. Los valores de la libertad, del respeto recíproco y de la solidaridad se transmiten desde la más tierna infancia. Dirigiéndose a los responsables de las instituciones que tienen responsabilidades educativas, Benedicto XVI afirmaba: «Que todo ambiente educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo transcendente; lugar de diálogo, de cohesión y de escucha, en el que el joven se sienta valorado en sus propias potencialidades y riqueza interior, y aprenda a apreciar a los hermanos. Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a día la caridad y la compasión por el prójimo, y de participar activamente en la construcción de una sociedad más humana y fraterna»[26].

Quienes se dedican al mundo de la cultura y de los medios de comunicación social tienen también una responsabilidad en el campo de la educación y la formación, especialmente en la sociedad contemporánea, en la que el acceso a los instrumentos de formación y de comunicación está cada vez más extendido. Su cometido es sobre todo el de ponerse al servicio de la verdad y no de intereses particulares. En efecto, los medios de comunicación «no sólo informan, sino que también forman el espíritu de sus destinatarios y, por tanto, pueden dar una aportación notable a la educación de los jóvenes. Es importante tener presente que los lazos entre educación y comunicación son muy estrechos: en efecto, la educación se produce mediante la comunicación, que influye positiva o negativamente en la formación de la persona»[27]. Quienes se ocupan de la cultura y los medios deberían también vigilar para que el modo en el que se obtienen y se difunden las informaciones sea siempre jurídicamente y moralmente lícito.

La paz: fruto de una cultura de solidariedad, misericordia y compasión
7. Conscientes de la amenaza de la globalización de la indiferencia, no podemos dejar de reconocer que, en el escenario descrito anteriormente, se dan también numerosas iniciativas y acciones positivas que testimonian la compasión, la misericordia y la solidaridad de las que el hombre es capaz.
Quisiera recordar algunos ejemplos de actuaciones loables, que demuestran cómo cada uno puede vencer la indiferencia si no aparta la mirada de su prójimo, y que constituyen buenas prácticas en el camino hacia una sociedad más humana.

Hay muchas organizaciones no gubernativas y asociaciones caritativas dentro de la Iglesia, y fuera de ella, cuyos miembros, con ocasión de epidemias, calamidades o conflictos armados, afrontan fatigas y peligros para cuidar a los heridos y enfermos, como también para enterrar a los difuntos. Junto a ellos, deseo mencionar a las personas y a las asociaciones que ayudan a los emigrantes que atraviesan desiertos y surcan los mares en busca de mejores condiciones de vida. Estas acciones son obras de misericordia, corporales y espirituales, sobre las que seremos juzgados al término de nuestra vida.
Me dirijo también a los periodistas y fotógrafos que informan a la opinión pública sobre las situaciones difíciles que interpelan las conciencias, y a los que se baten en defensa de los derechos humanos, sobre todo de las minorías étnicas y religiosas, de los pueblos indígenas, de las mujeres y de los niños, así como de todos aquellos que viven en condiciones de mayor vulnerabilidad. Entre ellos hay también muchos sacerdotes y misioneros que, como buenos pastores, permanecen junto a sus fieles y los sostienen a pesar de los peligros y dificultades, de modo particular durante los conflictos armados.

Además, numerosas familias, en medio de tantas dificultades laborales y sociales, se esfuerzan concretamente en educar a sus hijos «contracorriente», con tantos sacrificios, en los valores de la solidaridad, la compasión y la fraternidad. Muchas familias abren sus corazones y sus casas a quien tiene necesidad, como los refugiados y los emigrantes. Deseo agradecer particularmente a todas las personas, las familias, las parroquias, las comunidades religiosas, los monasterios y los santuarios, que han respondido rápidamente a mi llamamiento a acoger una familia de refugiados[28].

Por último, deseo mencionar a los jóvenes que se unen para realizar proyectos de solidaridad, y a todos aquellos que abren sus manos para ayudar al prójimo necesitado en sus ciudades, en su país o en otras regiones del mundo. Quiero agradecer y animar a todos aquellos que se trabajan en acciones de este tipo, aunque no se les dé publicidad: su hambre y sed de justicia será saciada, su misericordia hará que encuentren misericordia y, como trabajadores de la paz, serán llamados hijos de Dios (cf. Mt 5,6-9).

La paz en el signo del Jubileo de la Misericordia
8. En el espíritu del Jubileo de la Misericordia, cada uno está llamado a reconocer cómo se manifiesta la indiferencia en la propia vida, y a adoptar un compromiso concreto para contribuir a mejorar la realidad donde vive, a partir de la propia familia, de su vecindario o el ambiente de trabajo.
Los Estados están llamados también a hacer gestos concretos, actos de valentía para con las personas más frágiles de su sociedad, como los encarcelados, los emigrantes, los desempleados y los enfermos.
Por lo que se refiere a los detenidos, en muchos casos es urgente que se adopten medidas concretas para mejorar las condiciones de vida en las cárceles, con una atención especial para quienes están detenidos en espera de juicio[29], teniendo en cuenta la finalidad reeducativa de la sanción penal y evaluando la posibilidad de introducir en las legislaciones nacionales penas alternativas a la prisión. En este contexto, deseo renovar el llamamiento a las autoridades estatales para abolir la pena de muerte allí donde está todavía en vigor, y considerar la posibilidad de una amnistía.
Respecto a los emigrantes, quisiera dirigir una invitación a repensar las legislaciones sobre los emigrantes, para que estén inspiradas en la voluntad de acogida, en el respeto de los recíprocos deberes y responsabilidades, y puedan facilitar la integración de los emigrantes. En esta perspectiva, se debería prestar una atención especial a las condiciones de residencia de los emigrantes, recordando que la clandestinidad corre el riesgo de arrastrarles a la criminalidad.

Deseo, además, en este Año jubilar, formular un llamamiento urgente a los responsables de los Estados para hacer gestos concretos en favor de nuestros hermanos y hermanas que sufren por la falta de trabajo, tierra y techo. Pienso en la creación de puestos de trabajo digno para afrontar la herida social de la desocupación, que afecta a un gran número de familias y de jóvenes y tiene consecuencias gravísimas sobre toda la sociedad. La falta de trabajo incide gravemente en el sentido de dignidad y en la esperanza, y puede ser compensada sólo parcialmente por los subsidios, si bien necesarios, destinados a los desempleados y a sus familias. Una atención especial debería ser dedicada a las mujeres —desgraciadamente todavía discriminadas en el campo del trabajo— y a algunas categorías de trabajadores, cuyas condiciones son precarias o peligrosas y cuyas retribuciones no son adecuadas a la importancia de su misión social.

Por último, quisiera invitar a realizar acciones eficaces para mejorar las condiciones de vida de los enfermos, garantizando a todos el acceso a los tratamientos médicos y a los medicamentos indispensables para la vida, incluida la posibilidad de atención domiciliaria.
Los responsables de los Estados, dirigiendo la mirada más allá de las propias fronteras, también están llamados e invitados a renovar sus relaciones con otros pueblos, permitiendo a todos una efectiva participación e inclusión en la vida de la comunidad internacional, para que se llegue a la fraternidad también dentro de la familia de las naciones.

En esta perspectiva, deseo dirigir un triple llamamiento para que se evite arrastrar a otros pueblos a conflictos o guerras que destruyen no sólo las riquezas materiales, culturales y sociales, sino también —y por mucho tiempo— la integridad moral y espiritual; para abolir o gestionar de manera sostenible la deuda internacional de los Estados más pobres; para la adoptar políticas de cooperación que, más que doblegarse a las dictaduras de algunas ideologías, sean respetuosas de los valores de las poblaciones locales y que, en cualquier caso, no perjudiquen el derecho fundamental e inalienable de los niños por nacer.
Confío estas reflexiones, junto con los mejores deseos para el nuevo año, a la intercesión de María Santísima, Madre atenta a las necesidades de la humanidad, para que nos obtenga de su Hijo Jesús, Príncipe de la Paz, el cumplimento de nuestras súplicas y la bendición de nuestro compromiso cotidiano en favor de un mundo fraterno y solidario.

Vaticano, 8 de diciembre de 2015
Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María
Apertura del Jubileo Extraordinario de la Misericordia
FRANCISCUS